De chaval tenía dos amigos gemelos, eran como dos putas gotas de agua y rubios como el demonio. Un día, estando en su casa, me dijo uno de ellos ¿Quieres ver la pipa de nuestro viejo? Y me hicieron entrar en la habitación de matrimonio. La estancia tenía los típicos muebles de la época y el ambiente viciado y con olor a naftalina de un cuarto con poca ventilación. Uno de ellos se acercó a la cómoda, y metiendo la mano hasta el fondo del cajón de la ropa interior, sacó un pequeño revolver; su padre era policía, pero hasta yo sabía que aquella no era un arma reglamentaria del cuerpo. ¿Quieres cogerla? Me preguntó. Debieron notar el miedo en mis ojos, porque el otro hermano se apresuró a decirme que no estaba cargada, mientras el otro gemelo abría el tambor del arma para mostrarme que no había ninguna bala dentro. Sostuve aquella pistola en mi mano, pesaba mucho más de lo que parecía; en un acto de bravuconería me puse el cañón sobre la sien y grité voy a volarme los putos sesos. Los gemelos me gritaron vamos tío, vuélate la jodida cabeza, no tienes huevos, y todos reímos. Aunque sabía que el arma no estaba cargada, me acojonaba bastante apretar el gatillo, y cuando lo hice, al escuchar el clic, casi me meo en los pantalones. Aquella fue la vez que más cerca estuve del suicidio.
No sé cuantos años hace de aquello, pero muchas noches, al acostarme, cuando me encuentro en ese preciso momento entre la vigilia y quedarme dormido, escucho el eco de aquel clic, y me levanto de la cama de un brinco, sobresaltado, con el corazón en un puño y el cuerpo cubierto por un sudor helado.
Que te persiga el pasado puede resultar igual de frío como el hueco vacío en el tambor de un revolver.