El timbre del teléfono me pone los pelos cómo escarpias

Lo miro,
odio ese jodido aparato,
ni siquiera le encuentro
una utilidad 
que valga la pena,
pero tiene un poder
hipnótico
sobre mí,
no puedo quitarle el ojo de encima;
siempre ahí
en el mueble del salón
en el estante
debajo del televisor.
A veces suena,
sé que no es para mí
porque nunca le he dado
el número a nadie,
pero mi mujer
me grita desde algún
lugar del piso,
—el baño o la cocina—;
que lo coja
y me veo
obligado a ponerme
el auricular
en la oreja
y escuchar una voz
preguntando por ella,
o intentando venderme
un seguro de vida
—cómo si yo no estuviera seguro 
de que algún día voy a palmarla—,
o más megas
en mi fibra óptica
o un préstamo a pagar a plazos
que no necesito
ni podré pagar.
Cuelgo el auricular
dejando a alguna persona
con la palabra
en la boca
mientras pienso
en qué preciso momento
nos convencieron
para meter esa maldita máquina
en casa.
Mi mujer
me pregunta quién es
pero yo no le contesto,
me dedico
a sentarme en el sofá
y encender el televisor
para dejar de mirar
ese maldito aparato.