Sonreírle a la vida sabiendo que la muerte anda al acecho

Me siento en la estación, faltan cuatro minutos para el próximo tren. Una pareja cogida de la mano pasa frente a mí y hay una polilla muerta a mis pies. A veces tengo la sensación de que voy a morir en breve y hoy es uno de esos días; quizá debería empezar a despedirme de mis seres queridos o a arrepentirme de todos mis malos actos, pero necesitaría otra vida para ello —sobre todo para lo segundo—, y no soportaría vivir mi vida de nuevo; tampoco creo que los que me rodean esperen mucho más de mí. Nunca he sido de dar, y recibir tampoco ha sido mi fuerte; soy más bien como un viejo árbol enraizado desde hace siglos en el suelo; inmóvil e impertérrito mientras el paso del tiempo araña mi corteza hasta dejar el tronco desnudo y vulnerable.
   Llega el tren. Subo a él. Miro por la ventana y observo que mi sombra se ha quedado ahí, haciéndole compañía a la polilla muerta en el suelo del andén, pero no me importa mucho, los muertos dejan de hacer sombra una vez metidos en el ataúd, así que espero que le haga más utilidad que a mí a quien la encuentre ahí tirada. El tren se pone en marcha.