Todos lo grandes autores han tenido vidas ejemplares. Hemingway cruzó el océano para vivir en sus propias carnes la guerra civil española; Knut Hamsum fue repudiado por su simpatía por el nazismo; Thomas Wolfe escribió sin parar hasta reventar su propio cerebro y Bukowski, bueno, qué decir de Bukowski.
Escribo estas líneas sentado en mi sofá, frente al televisor apagado —con el tiempo he desarrollado cierta intolerancia mental hacia ese aparato—. Me pregunto si alguno de los grandes tuvo una vida similar a la mía; si Carver pasaba sus horas muertas sentado en el sofá observando flotar en el aire las motas de polvo; si Panero arrastraba las suelas de sus zapatos caminando por la calle, cargado de bolsas del supermercado llenas de productos perecederos envasados en plástico no reciclable o de si Sallinger esperaba a tener las uñas de sus pies largas y amarillentas antes de cortarlas.
Tengo ante mí una estatua de Buda, Siddhartha se sentó y millones de personas lo siguieron por ello, eso sí que es glorioso. Faltan cinco minutos para que tenga que ir a buscar a mi hija al colegio, ¿Fante también iba a buscar a sus hijos al colegio? ¿Acaso tuvo hijos? No tengo ni idea, pero va a ser lo más glorioso que yo haga esta mañana.