—¿Quieres ver como la aplasto lentamente? —me preguntó—. Puedo hacer que tarde mucho en morir. —Me dijo muy orgulloso.
Miré a aquel pobre insecto batallar inútilmente con sus patitas entre los dedos rollizos de aquel bruto. No le contesté, tan solo me lo quedé mirando en silencio; le tenía miedo y no quería arriesgarme a que cualquiera respuesta que le diera no fuera la que él esperaba, y todo ello repercutiese en mi bienestar físico.
—¿Pero qué coño te pasa, imbécil? —espetó ante mi silencio prolongado— Es tan solo un maldito bicho. —Y se marchó burlándose de mí. No me importó, me alegré de no acabar entre sus manos como aquella mosca indefensa.
Hace un par de días me crucé con un conocido en común, un antiguo compañero de clase. Me contó que aquel niño —un hombre ahora— llevaba años en la cárcel. Había matado a su esposa, una pobre mujer menuda y enclenque a la que había estado golpeando desde la mismísima noche de bodas hasta matarla a los diez años de casados. El cuerpo de aquella pobre chica no pudo aguantar la última paliza; por desgracia no había sido más que otra pobre mosca entre sus dedos.
En el supermercado he visto a un niño que jugueteaba con una mosca que había capturada mientras esta, distraída, bebía leche que goteaba de un tetrabrik en mal estado; me he acercado a él cuando tenía la mosca entre sus dedos a punto de aplastarla.
—No deberías hacer eso. —Le he dicho.
—Y a ti que te importa, —me ha respondido mientras se alejaba en busca de su madre— Además, es solo un bicho.
A veces me preguntó si habrá suficientes celdas para todos, o si sencillamente las llamas deberían correr libremente por toda la faz de la tierra, en una purga que no distinga justos de pecadores, haciéndonos arder a todos, como moscas aplastadas contra un cristal, secándose al sol.