Nada pasa porque sí

 Me sentía atrapado.
   Eran aquellos días en los que me resultaba imposible pronunciar palabra. Al levantarme solo era capaz de vestirme con la misma ropa del día anterior, caminar unos cuantos pasos hasta el sofá y dejarme caer en él.
   ¿Qué te pasa hoy? Solía preguntarme mi mujer, pero qué contestarle, las raíces se habían extendido tanto por el interior de mi cuerpo, que oprimían mis cuerdas vocales impidiéndome articular palabra.
   Era el síndrome de la vejez prematura; me tumbaba en el sofá, el televisor encendido y veía película tras película en una sesión sin fin de vidas de mentira; necesitaba olvidar que yo era el protagonista de una vida real, una vida que ardía constantemente, consumiéndome por dentro. ¿Dónde estaba ese chico que siempre quiso aprender a escalar? ¿Dónde se habían ido los viajes a la India para ver las estatuas gigantes de Buda? ¿Dónde quedaron esas visitas a las tumbas de Bukowski, Bruce lee o Jim Morrison? ¿Por qué nunca había hecho nada de eso?
   Me sentía atrapado.
   ¿Pero qué te pasa hoy? Me preguntaba mi mujer, ¿Qué mierdas me pasa hoy? Me preguntaba yo, pero no encontraba respuesta en mi aforo interno de múltiples y desquiciadas personalidades; solo el eco de las conversaciones de las películas que se escuchaba de fondo, el crepitar de las raíces abriéndose paso sin compasión por todo mi interior; y en ocasiones, algún soliloquio absurdo, un monólogo de un humorista fracasado condenado a un ostracismo forzado.
   Me sentía atrapado, sí, atrapado en el interior de una mente dentro de un cuerpo en el cuarto de un piso de una ciudad ubicada en un planeta condenado a girar alrededor de un absurdo sol. Atrapado entre las paredes de mi casa, que a su vez estaban atrapadas entre los muros del edificio, rodeados éstos de toda la masa cancerígena que formaban los edificios colindantes.
   No sabía qué era la libertad, porque ésta no existía realmente; había sido un espermatozoide atrapado en los testículos de un padre; pasé de embrión a feto en la prisión de un útero materno para convertirme en un niño atrapado entre los brazos de una madre, que me atrapó al elixir de sus pezones para pasar después a estar atrapado en un colegio, a clases de mecanografía y catequesis, en comidas familiares para celebrar festividades marcadas en calendarios por tradiciones ridículas que nunca llegué a comprender y que nadie recuerda realmente su cómo, dónde o por qué.
   Me acurrucaba en el sofá en posición fetal, tapado con una manta hasta la cabeza; necesitaba dejar de escuchar voces —incluso las de las películas—, cerrar los ojos para no volver a luz ni color alguno. Mi propio cuerpo me resultaba la peor de las prisiones, todas esas sensaciones: frío, hambre, miedo ansiedad, ganas de evacuar mis intestinos o mis conductos seminales... ¿Qué demonios eran? ¿Quién las había puesto ahí sin mi permiso? No quería sentir nada de todo aquello, dejar de ser violado por la vida, dejar de sentirme atrapado. ¡Atrapado! ¿Pero qué te pasa hoy? repetía incesante mi mujer, preocupada por mi estado, ¿Pero qué me pasa hoy? Me preguntaba de nuevo yo mismo. Mi mujer me miraba esperando contestación,  pero mis labios no hacían intento alguno de moverse, cómo explicarle que me sentía atrapado, que necesitaba escapar, que tanto el cielo, los mares y las montañas se volcaban en mi contra; que el firmamento mismo no era para mí más que una muralla recubierta de alambre de espino.
   Me sentía atrapado.
   Atrapado.
   El resto de los días era una persona normal, con un comportamiento normal en la más normal de las vidas. Pero me sentía atrapado, aquel día me sentía el ser más atrapado de la galaxia, del universo entero; y lo único que podía hacer era encogerme bajo aquella manta, sobre aquel sofá y esperar a que las fuerzas cósmicas volvieran a ponerlo todo en su sitio, incluso a mí, mientras las películas se sucedían unas a otras en la pantalla del televisor y mi mujer esperaba respuesta a una simple pregunta:
¿Pero qué te pasa hoy?