Otro poema que no debería haber escrito nunca

Tenía libros
esparcidos por todas partes,
sobre el sofá,
algunos en la encimera
de la cocina,
otros en la mesa de centro
y en la del comedor;
también los había
en el cuarto de baño
junto al váter
y en la mesita de noche.
Mi mujer enloquecía
al verlos.
Quieres recoger todo ésto, me decía.
Es imposible que te los estés leyendo
todos de golpe.
Pero yo me los leía todos
a la vez
y necesitaba
tenerlos todos conmigo
—más las nuevas adquisiciones
que iba incorporando—.
Aquellos libros
me salvaban la vida
todos los días,
le existencia
no era más que un cañón
de escopeta
con sabor a óxido
metido en mi boca,
pero Jack london
sabía como mitigar eso,
y Poe, Hemingway,
Murakami —los dos Murakami—,
Palaniuk, Fante, Panero…
Todos ellos
habían soportado
las mismas penurias que yo;
ellos, todos,
tenían
páginas y páginas
escritas
con aquel antídoto llamado literatura.
Deja todos esos libros
donde están, le decía a mi mujer.
¿Acaso quieres que la palme
por no soportar la vida?
Pero ella
no me hacía caso,
no entendía que la vida
fuera tan insoportable
para mí
como el peor “peor” sarpullido
en los genitales,
y recogía todos los libros
y los colocaba 
en perfecto orden en la librería,
pero a mi 
se me revolvían las tripas
al verlos
allí sin vida,
expuestos
como un cazador
expone la cabeza de un animal
muerto;
y en cuanto se despistaba,
yo
volvía a repartirlos
por toda la casa,
y Victor Hugo junto
a la taza del váter,
y el viejo Bukowski
sobre la lavadora
y Hamsum al costado
de la cafetera
y Knausgård
y Marechera
y esa escopeta en mi boca
a la espera 
de ser
disparada.