La noche de la manzana

El congelador perdía agua por debajo
y en la encimera
se amontonaban un puñado
de viejas facturas.
Abrí la nevera,
pisé el charco de agua
y noté como el calcetín se empapaba
mojándome los pies;
recordé una película donde un tipo
moría electrocutado
por abrir la nevera descalzo pisando un charco de agua;
no me importó.
La luz alumbró un espacio vacío
ante mis ojos.
Una manzana rodó dentro del cajón
de las verduras,
ese cajón del refrigerador donde metemos
todas esas mierdas que compramos
en el supermercado
pero que luego no nos queremos comer;
la mordí,
no hizo el crujido típico
que hace toda manzana en buen estado
al ser mordida;
su piel estaba arrugada y paliducha,
estaba arenosa y su sabor era demasiado meloso.
-¿Ésto es todo lo que tienes para mí?
Pregunté en voz alta
con los ojos clavados en la oscuridad.
-¿Ésto es todo lo qué merezco? ¿Una simple manzana marchita?
No hubo respuesta.
Después entró uno de mis gatos
y se restrego contra mis piernas
pidiendo comida;
luego lo hizo el otro.
Me terminé aquella manzana.
La noche no volvió a ser la misma.