La caída de los dioses

Las golondrinas vuelan sobre mi cabeza. Me gusta observarlas cuando subo al terrado a tender la ropa; también me gusta escribir sobre ellas ¡Qué diablos! Bukowski escribía sobre caballos y Carver sobre  pesca. Es lo que nos pasa a los cabrones cuando nos hacemos viejos, necesitamos que algo nos haga olvidar que tanto camino recorrido no ha servido absolutamente para nada. ¡Dios! Me encantan esas golondrinas. Adoro el día que llegan y detesto cuando miro al cielo y ya han emigrado. Odio que se marchen en busca de otro viejo amargado. Una vez chocaron dos en pleno vuelo, cuando las vi en el suelo una tenía completamente sus patas incrustadas en el cuerpo de la otra; la gente se aglomeró a su alrededor para verlas agonizar hasta la muerte en el suelo. Esos bastardos no eran capaces de ser conscientes de que estaban presenciando una defunción tan hermosa como la caída de los dioses.
   Me gusta mirar las golondrinas desde el tejado mientras espero una muerte menos digna y gloriosa como la de ellas, igual que Bukowski esperaba apostar por el caballo ganador, o Carver esperaba a que algún pez mordiera el maldito anzuelo.