El viejo Hemingway y el mar

Caminé con las manos dentro de los bolsillos de la sudadera hasta que llegué a la orilla. Allí me senté, noté la arena fría y húmeda a través de mis tejanos. Un par de gaviotas cortaban el cielo en porciones de pastel tan grandes que nadie podría devorar nunca; pero lo que me llamó realmente la atención fue la espuma producida al romper las olas contra la arena, observar aquello era realmente hipnótico, como contemplar el principio y el fin de una vida en apenas un pestañeo.
   No sé muy bien por qué, pero me imaginé a Hemingway luchando contra el oleaje en un pequeño bote  de remos, dirigiéndose hacia donde el mar y el cielo pierden su cuerpo y forma fundiéndose en un mismo ser. No sabía que hacía allí, qué razón me había atraído hasta ese lugar o que tipo de magia —ya fuera blanca o negra— había dirigido mis pasos; nunca me había llamado la atención la playa, ni el mar en sí, pero supongo que al vivir en un pueblo costero, hasta las palomas se acaban volviendo aves
marinas con el paso de los años. Saqué una pequeña bolsa de frutos secos de un bolsillo de mi pantalón y me los comí despacio, dejando que el crujido al masticarlos se mezclara con el sonido del viento y el rugir de las olas.
   Comenzó a lloviznar, no sé puede decir que de repente, pues las nubes habían estado avisando de su cercana rebelión desde bien entrada la mañana. Al pensarlo, me di cuenta de que había agua debajo de la arena en la que me sentaba, también la había por casi toda la corteza terrestre, ya fuera en forma de mares y océanos, ríos y lagos, o arroyos y meros charcos; el cielo poseía su propia agua en forma de vapor, e incluso mi cuerpo era agua en un alto porcentaje. El universo entero era agua en toda su grandilocuencia; todo aquello que no era agua, no era más que un amasijo cárnico, un desperdicio , un deshecho orgánico parecido a un embrión abortado en las primeras semanas de gestación. Un relámpago centelleó en el cielo seguido por un trueno, el estruendo me sacó de mi ensoñación, en un momento nada tenía sentido y al mismo tiempo, todo lo tenía. La lluvia caía con mucha más fuerza. Estaba calado hasta los huesos.
   Se terminaron los frutos secos; guardé la bolsa vacía dentro del mismo bolsillo del cual había salido llena. Me levanté, mis manos buscaron el calor del interior de los bolsillos de mi sudadera y caminé sobre la arena mojada, dejando atrás huellas que la lluvia no tardaría en borrar; dejando atrás la hipnótica espuma de agua salada en la orilla de la playa, dejando atrás el oleaje con toda su bravura, incluso dejando atrás a Hemingway, abandonándolo a su propia suerte en su maldito bote de remos, internándome de nuevo en las calles de aquel pueblo costero, como una paloma más.