Descolgué la primera prenda
con suavidad,
con suavidad,
una camiseta de alguno de mis hijos
que como el resto de ropa
tendida
se balanceaba con el viento que hacía
en aquella azotea.
Luego le quité las pinzas
a uno de mis viejos pantalones,
algunas camisas,
calcetines
y la ropa interior de toda la familia;
doblé todas aquellas prendas
con delicadeza, a favor del viento;
las sábanas costaron un poco más
—Por qué todo lo que tiene que ver
con las sábanas siempre cuesta un poco más:
dormir, follar, doblarlas un día de viento...—,
poco a poco
las cuerdas de tender fueron quedándose
desnudas;
me quedé allí mirándolas,
finas, retorcidas, con una palidez enfermiza
meciéndose al viento,
parecían el costillar
de un antiguo y extinto animal;
yo también era un animal extinto;
todo aquello tenía una extraña belleza
de esas que acaban doliendo
en la profundidad de los huesos.
Me entraron ganas de llorar,
no lo hice,
los animales extintos
ya no tienen derecho a ello.
Me acerqué al borde de la azotea,
miré el pueblo desde allí,
sus casas, sus tejados, sus habitantes
yendo de un sitio a otro
como un puñado de hormigas forrajeando
en busca de algo que echarse a la boca.
Después
observé el vacío
que me separaba de la acera,
tentador como un canto de sirena,
separándome de él
tan solo una delgada barandilla;
y el viento,
las cuerdas de tender,
la ropa en el cesto,
el viento de nuevo;
todo era tan sencillo y complicado
a la vez.
Bajé las escaleras,
abrí la puerta.
Sí que has tardado, me dijo mi mujer,
¿Has conocido alguna vez a alguien como yo?, le pregunté,
ella rio. No, vos sos único.
ÚNICO,
dejé el cesto de la ropa en el suelo,
me miré en el espejo del recibidor,
ÚNICO,
sí, único, pensé al verme reflejado,
ÚNICO,
el último de una especie,
un animal extinto
sin derecho al llanto.