Ponerse a ello

Me levantaba de la cama
en calzoncillos,
con mis piernas cubiertas de pelo
y restos blanquecinos
de saliva seca
en la comisura de los labios
y me decía:
en cuanto me tome un café me pongo a ello;
y me tomaba ese café
—y muchos otros—
y la idea de ponerme a ello
se desvanecía de mi cabeza
más rápido
que la inocencia de un niño
con un teléfono móvil en las manos.
Entonces volvía a decirme:
después de comer me pongo,
y llegaba
la hora de la comida
y comía cualquier cosa
que encontrase por la nevera,
y después de comer
venía el postre,
y más café,
y la pereza,
y seguía sin ponerme a ello
dejándolo para la tarde,
pero las tardes
siempre estaban cargadas
de aburrimiento y apatía
y la oscuridad
llegaban apenas verla venir
y me decía de nuevo:
ahora sí,
Dios creó las noches
para los escritores,
pero todo el cuerpo me dolía
y la mente pedía un respiro
y el alma una muerte súbita
y me metía
en la cama pensando;
mañana, sí, mañana nada más levantarme
me pondré a ello;
y el ciclo
se repetía de nuevo
atrapándome
en un maldito samsara
y salía a comprar al supermercado,
iba a la biblioteca,
me pudría en horas y horas
de trabajos forzados
o ponía gasolina al coche
y todos me preguntaban:
¿Ya has escrito algo nuevo?
Y yo pagaba a la cajera,
le enseñaba mi carnet
a bibliotecario,
le pasaba otra pieza
a mi compañero en la cadena de montaje
o sencillamente dejaba la manguera
del surtidor de gasolina
en su sitio
y respondía:
todavía no, pero tranquilos
mañana me pondré a ello.