Ikea y cápsulas de café

Hace
un día precioso,
Y aunque unos cadáveres hinchado
floten a la deriva,
o una madre 
amamante a su bebe
escuchando
explosiones de un bombardeo a su espalda
o un presidiario
trabaje pegando
suelas a unos zapatos baratos
para poder ir reduciendo algunos minutos
a su condena,
yo
camino con las manos
en los bolsillos
notando el calor del sol
en mi cara,
sin pensar
en los supermercados desabastecidos
por la histeria colectiva,
ni en los vientres abultados
de niños hambrientos 
más allá
de fronteras pintadas
en mapas
de países que ni sé
pronunciar su nombre.
Entro 
en una cafetería,
pido un café solo,
doble de azúcar;
personas
al borde de la desnutrición
han trabajado de sol a sol
recolectando a mano
los granos de café,
pero 
yo soy un hombre
blanco
y heterosexual
nacido en el primer mundo,
soy superior a todos ellos,
aunque
aquí solo sea
la mierda reseca
en los pelos del culo
del último mono
en le hemisferio norte
del planeta;
con mi ropa a la moda,
mi corte de pelo
de temporada,
mis muebles de Ikea
o un reloj
diseñado para dar todo
menos la hora.
Doy un sorbo al café;
en un brebaje imbebible,
pero soy
un dios mileurista,
 un muñeco de barro
dentro de un disfraz
de titán irreductible; 
puedo con eso y mucho más:
con relaciones destructivas 3ahora las llaman tóxicas—,
con nóminas miserables,
con alquileres abusivos,
con facturas que se reproducen como piojos
en cabezas de escolares,
con la soledad,
con el dolor,
con noches en vela
o con un infierno bajo cada párpado.
Un mundo
dividido en mundos
llenos de otros mundos,
incluso del mío.